Una nueva lucha, a 365 días del Bicentenario de la Independencia

Hace unos días mi compañera de vida, Sarah, trajo una foto del menor de nuestros hijos, del acto realizado en su escuela por el 9 de Julio. Obviamente, cuando lo vi a Arturo en ella fue inevitable rememorar una foto que me había tomado mi viejo.
Fue así que luego de hallarla y observar mis compañeritos de entonces, las maestras y todo aquel contexto, que en ese momento era mi mundo, los recuerdos comenzaron a aflorar.

Un ciclo en mi vida

Nadie sabe que suelo emocionarme por cosas simples. Nadie me ha visto llorar la alegría de un primer paso, de verlos dormir y orar por ellos, de bañarlos y abrazarlos con mi alma. Probablemente, cosas sencillas que pueden resultar vacuas a los ojos de cualquier apresurado que no entienda que los hijos te hacen a la vez el más fuerte y el más débil de los hombres.

Mi primera "Hora del Planeta"

Gracias a que hoy (*) se realizaba "La hora del Planeta", el mayor movimiento mundial en pro de la defensa del medio ambiente, en mi casa se alteró la rutina. Sucede que junto a Sarah -aunque ella de manera más radical, mucho más radical que yo- enseñamos a nuestros hijos sobre la importancia del cuidado de nuestro planeta: no contaminar, no ensuciar, no malgastar energía ni agua y otras hierbas por el estilo.
Yo tuve suerte de que la película que estaba viendo terminara justo antes de "La hora del planeta", que en Argentina fue de 20:30 a 21:30, pero Ivan -mi hijo- se acababa de enganchar con una.
-Apagá el TV, Iván -dijo Sarah. Ya te dije que a esta hora apagábamos todo.
-Ya va, mamá -contestó Iván.
Error. Así como suena un trueno en tormenta de verano se la escuchó a Sarah:
-APAGÁ YAAAA.
No solo el TV apagó, sino que fue instantánea la oscuridad en toda la casa. Arturito -el benjamín de la familia- se asustó, así que para que se tranquilizara le dije con mi habitual humor "vamos afuera a ver cuán oscuro está". Claro que había obviado lo serio que era para Sarah este "aporte" que estaba haciendo la familia al planeta y estoy seguro que me clavó una mirada fulminante, eléctrica diría, que no vi, porque estábamos a oscuras, pero que sí alcancé a percibir.
Quince segundos estuvimos con Arturito en la vereda. Miró para un lado, para el otro y luego de notar -igual que yo- que en la cuadra estaban prendidos "tooodooooos looos foooocoooos", me preguntó:
-Papá, ¿que nos cortaron la luz porque no pagaste?
Su ocurrencia avivó mi habitual humor y entramos. Entonces le dije a Sarah, en broma: -Afuera parece Las Vegas.
En ese preciso instante, en medio de una total oscuridad, oímos un estruendoso ruido de sartén. Todos preguntamos qué había pasado, hasta Grisel -mi otra pollita-, que salía de bañarse.
-Nada -dijo Sarah-, se me cayo la sartén.
Me pareció medio extraño, porque yo sentí que rebotó en tres paredes antes de quedar girando como moneda en el piso. Lo más extraño es que el primer rebote lo sentí en la pared que estaba a mis espaldas.
Grisel, recién salida de bañarse, quería luz para buscar su ropa. Primera excepción, prender por unos segundos la luz de un dormitorio. Luego, la del otro dormitorio; después, la de la cocina, y así llegué a contar 22 excepciones, verdaderos flashazos. Si mis cuentas son correctas, hasta ese momento "La Hora del Planeta" ya me había quitado 66 horas de vida a mis focos de bajo consumo.
Otra vez la voz de Sarah, esta vez como trueno de tormenta de verano, pero de tormenta violenta encima de la cabeza de uno en el cerro San Javier:
-¡BAASTAAAÁ! 
Iván, muy atento, buscó la linterna. Obviamente, el más entusiasmado por usarla era Arturito. Lo que menos hacía era ayudar a buscar lo que necesitaba Grisel y terminó saliendo al fondo a buscar sus mascotas. Quería cerciorarse que las mascotas no se asusten por el "corte de luz": Batman y Robin, dos tortugos; Lola y Canela, dos gatas siamesas; Pio Pio, Clay y Play, un pollo y dos gallinas; la Flopy, una perrita "marca" chola, el caracol grande. Como era de esperar, hasta que le advirtió a las hormigas, se agotaron las pilas. "La Hora del Planeta" me estaba llevando, también, dos pilas alcalinas.
Entonces, Sarah llamó a los chicos a la cocina:
-Vengan para aquí, que tengo un paquete de velas.
Iván no quería ir, porque estaba molesto por no poder ver la película. Así que Sarah, comprensiva, insistió y les dijo que iba a contarles por qué era importante sumarnos a esa "Hora". Yo oía la conversación desde la pieza, recostado para aliviar un molesto dolor de espalda.
Básicamente, les explicó que este gesto es muy importante, porque si nosotros apagamos las luces de nuestra casa y otros cientos de miles hacen los mismo en el mundo, entre todos damos el mensaje de que es posible cambiar, que es preciso cuidar nuestro mundo, porque queremos asegurar un planeta sustentable para las generaciones por venir.
-Yo quiero que ustedes entiendan lo importante que es este tema y que lo tengan presente siempre, aunque enseguida prendamos las luces otra vez -les dijo.
En eso, Arturito reflexionó:
-¡Ahhh! ¡Entonces, el papá se fue a pagar la luz! ¿Verdad?
Todos nos reímos. Entonces, aproveché para huir de los mosquitos mosqueteros que pululan por mi hogar y me senté junto a ellos para conversar acerca de lo sustentable, de la energía, de la ecología, del reciclado y otras cosillas relacionadas.
Un momento antes de encender la luz, Sarah renegaba de lo poco que duraban las velas.
-¡¡¡Vela de porquería... rápida y de mecha corta!!! 
Aclaro al lector desprevenido que renegaba de las velas.
Y sí, porque hasta ese momento "La Hora del Planeta" también me estaba llevando un paquete de velas.
-Bueno, ahora sí: ¡A prender las luces! -dije. 
Y justo antes de prenderme en internet advertí que el mango de la sartén estaba clavado en la puerta. Para los lectores atentos, ahora se entiende por qué la sartén pudo girar en el piso como una moneda.
Resumiendo, en mi hogar "La Hora del Planeta" se llevó 66 horas de vida de mis focos bajo consumo, dos pilas, 4 velas y una sartén. Eso sí, estimo que el ahorro de electricidad rondó en los $ 2.50, exagerando.
Pero más allá de las cifras -de corazón lo digo, enamorado de mi familia lo digo-, tengo la íntima certeza de que esta, nuestra primera "Hora del Planeta", la van a recordar siempre. Yo no la olvidaré jamás.

PD: Gracias, Sarah... (por la mala puntería).
(*) (24/03/2013)

https://www.facebook.com/gaesba/posts/10200944451880353


Las lágrimas de Grisel

Enrique, como todos los martes a la tarde, debía viajar a dar clases a Concepción. Por lo general, se dirige en moto hasta la Terminal y desde allí en colectivo al destino final; pero ese martes decidió viajar en el auto de su esposa. Abrió el portón de dos hojas, subió al auto, quitó el freno de mano y se percató de que no tenía la llave del vehículo. Descendió y se dirigió a la cocina, donde seguro en el porta llaves hallaría lo que necesitaba.
En ese momento pudo oír una frenada corta y un reventón en la puerta de su casa. Alterado, con irrefrenable impulso curioso, volteó en dirección al ruido. Sintió que su corazón se paralizaba cuando comprendió de qué se trataba. En esa avenida, una de las de mayor tráfico de la ciudad y de las más veloces por no tener semáforos, por mera acción de la gravedad, su auto rodó hasta la platabanda y acababa de ser embestido por un motociclista que se hallaba tirado en el suelo. Pensó lo peor.
Gabriel, luego de un almuerzo a deshora, que usualmente sucede a las 14.45, se dispuso a regresar a su trabajo. Atento al parcial que debía rendir en su facultad, minuciosamente controló no olvidar algunos apuntes, un libro y un cuaderno; y atento al frío de casi medianoche, hora de su regreso, cargó en el habitáculo de la moto, junto a  los pertrechos universitarios, un camperón. Vestido sólo de camisa y con una campera liviana, pensó que la inusual tarde otoñal de Tucumán –ya en invierno- no le exigía más abrigo. Con la idea en mente de culminar una tarea en su oficina, antes de su examen parcial, sin apremio de tiempo, emprendió su regreso a su trabajo con cierto relajo. No le importaba no poder ver el partido del Mundial, Alemania versus Italia; al respecto sólo prefería un triunfo tano. Nada le hacía suponer la situación que iba a vivir.
Desde su casa, en Villa Mariano Moreno, hasta calle Bolivia, por avenida Salta, pudieron haber transcurrido 8 minutos. A partir de allí, se mezclaron en su percepción los parámetros que él sospecha son los gendarmes del secreto del Universo: tiempo y espacio.
Por lógica, siempre, para Gabriel todo vehículo que se mueve lo hace conducido por alguna persona; y también por lógica, ninguna persona en su sano juicio cruzaría un vehículo sin mirar, menos aún sobre una avenida.
Pues en esa tarde de martes, a menor distancia entre su moto y el auto que “cruzaba”, sintió que los segundos duraban más… Pudo ver que otra moto que iba adelante con dos pasajeros pudo esquivar el inesperado trayecto del auto, mientras le gritaron al “chofer imprudente”. También, miró por el retrovisor; el tráfico le permitía mutar de trayecto hacia la platabanda. El tiempo le daba tiempo, pero no espacio.
Sin que fuera suficiente, desaceleró; frenó, pero no alcanzó. Antes que el movimiento, cesó el espacio y en ese segundo, el de lapso mayor, luego del chirrido de la frenada, casi de costado, impactó contra el auto sobre su puerta trasera.
En esos momentos tuvo plena conciencia. Lo inesperado, el miedo y el dolor lo obligaban a permanecer en el piso, tal como había caído. Podía oír su moto, aún encendida, también la señal de giro sonora, el humo del caño de escape, casi en su cara. No recuerda rostros, ni colores ni nada que no hayan sido sonidos. Sus ojos fueron sus oídos. Hasta pudo notar cuánto mal le podrían haber causado quienes se acercaron a ayudarlo, porque lo movieron.
 La experiencia de ambos en ese atípico martes fue amarga. El susto de Enrique, tremendo; el miedo y el dolor de Gabriel, peor. Los dos saben que el destino les hizo precio, aunque la sorpresa que tendría Gabriel superaría a su miedo y dolor.
A medianoche, ya en su casa, aún con cierta perturbación, le escuchó a Sarah, su fiel compañera, decir: “La maestra del jardincito me llamó a la tarde, algo intranquila y me relató que Grisel había tenido una conducta inusual para ella. Me contó que se puso de pie y se acercó hasta la pared sin motivo alguno y que comenzó a llorar. No podía contenerla –contaba la maestra-; la revisé si se había golpeado –algo tan común cuando juegan-, le preguntaba insistentemente qué le pasaba y ella no decía nada, sólo lloraba. Entonces, la abracé y cuando quise alzarla se comenzó a orinar…la verdad que me preocupé por su hija, mamá, por eso la llamé”.
Gabriel no necesitaba oír más: Grisel se había “sentido” mal a la misma hora de su accidente. No tuvo más que agradecer a Dios la oportunidad que tenía de poder verla dormir; y pedirle guarda y amparo para nunca incitar las lágrimas de Grisel.


11/07/2006