Las lágrimas de Grisel

Enrique, como todos los martes a la tarde, debía viajar a dar clases a Concepción. Por lo general, se dirige en moto hasta la Terminal y desde allí en colectivo al destino final; pero ese martes decidió viajar en el auto de su esposa. Abrió el portón de dos hojas, subió al auto, quitó el freno de mano y se percató de que no tenía la llave del vehículo. Descendió y se dirigió a la cocina, donde seguro en el porta llaves hallaría lo que necesitaba.
En ese momento pudo oír una frenada corta y un reventón en la puerta de su casa. Alterado, con irrefrenable impulso curioso, volteó en dirección al ruido. Sintió que su corazón se paralizaba cuando comprendió de qué se trataba. En esa avenida, una de las de mayor tráfico de la ciudad y de las más veloces por no tener semáforos, por mera acción de la gravedad, su auto rodó hasta la platabanda y acababa de ser embestido por un motociclista que se hallaba tirado en el suelo. Pensó lo peor.
Gabriel, luego de un almuerzo a deshora, que usualmente sucede a las 14.45, se dispuso a regresar a su trabajo. Atento al parcial que debía rendir en su facultad, minuciosamente controló no olvidar algunos apuntes, un libro y un cuaderno; y atento al frío de casi medianoche, hora de su regreso, cargó en el habitáculo de la moto, junto a  los pertrechos universitarios, un camperón. Vestido sólo de camisa y con una campera liviana, pensó que la inusual tarde otoñal de Tucumán –ya en invierno- no le exigía más abrigo. Con la idea en mente de culminar una tarea en su oficina, antes de su examen parcial, sin apremio de tiempo, emprendió su regreso a su trabajo con cierto relajo. No le importaba no poder ver el partido del Mundial, Alemania versus Italia; al respecto sólo prefería un triunfo tano. Nada le hacía suponer la situación que iba a vivir.
Desde su casa, en Villa Mariano Moreno, hasta calle Bolivia, por avenida Salta, pudieron haber transcurrido 8 minutos. A partir de allí, se mezclaron en su percepción los parámetros que él sospecha son los gendarmes del secreto del Universo: tiempo y espacio.
Por lógica, siempre, para Gabriel todo vehículo que se mueve lo hace conducido por alguna persona; y también por lógica, ninguna persona en su sano juicio cruzaría un vehículo sin mirar, menos aún sobre una avenida.
Pues en esa tarde de martes, a menor distancia entre su moto y el auto que “cruzaba”, sintió que los segundos duraban más… Pudo ver que otra moto que iba adelante con dos pasajeros pudo esquivar el inesperado trayecto del auto, mientras le gritaron al “chofer imprudente”. También, miró por el retrovisor; el tráfico le permitía mutar de trayecto hacia la platabanda. El tiempo le daba tiempo, pero no espacio.
Sin que fuera suficiente, desaceleró; frenó, pero no alcanzó. Antes que el movimiento, cesó el espacio y en ese segundo, el de lapso mayor, luego del chirrido de la frenada, casi de costado, impactó contra el auto sobre su puerta trasera.
En esos momentos tuvo plena conciencia. Lo inesperado, el miedo y el dolor lo obligaban a permanecer en el piso, tal como había caído. Podía oír su moto, aún encendida, también la señal de giro sonora, el humo del caño de escape, casi en su cara. No recuerda rostros, ni colores ni nada que no hayan sido sonidos. Sus ojos fueron sus oídos. Hasta pudo notar cuánto mal le podrían haber causado quienes se acercaron a ayudarlo, porque lo movieron.
 La experiencia de ambos en ese atípico martes fue amarga. El susto de Enrique, tremendo; el miedo y el dolor de Gabriel, peor. Los dos saben que el destino les hizo precio, aunque la sorpresa que tendría Gabriel superaría a su miedo y dolor.
A medianoche, ya en su casa, aún con cierta perturbación, le escuchó a Sarah, su fiel compañera, decir: “La maestra del jardincito me llamó a la tarde, algo intranquila y me relató que Grisel había tenido una conducta inusual para ella. Me contó que se puso de pie y se acercó hasta la pared sin motivo alguno y que comenzó a llorar. No podía contenerla –contaba la maestra-; la revisé si se había golpeado –algo tan común cuando juegan-, le preguntaba insistentemente qué le pasaba y ella no decía nada, sólo lloraba. Entonces, la abracé y cuando quise alzarla se comenzó a orinar…la verdad que me preocupé por su hija, mamá, por eso la llamé”.
Gabriel no necesitaba oír más: Grisel se había “sentido” mal a la misma hora de su accidente. No tuvo más que agradecer a Dios la oportunidad que tenía de poder verla dormir; y pedirle guarda y amparo para nunca incitar las lágrimas de Grisel.


11/07/2006

No hay comentarios: